"A una joven de Stuttgart que hacía bellos dibujos le dijo un crítico, sin mala intención y llevado del deseo de estimularla, con motivo de su primera exposición: «Su trabajo denota talento y expresividad, pero adolece de falta de profundidad.»
La joven se quedó sin saber qué quería decir aquel hombre y pronto olvidó la observación. Pero dos días después apareció en el periódico una reseña del crítico en la que se leía: «La joven artista posee mucho talento y sus obras, a primera vista, causan una grata impresión; pero, por desgracia, denotan poca profundidad.»
Esto hizo que la joven empezara a cavilar. Miró sus dibujos y buscó en viejas carpetas. Examinó los trabajos terminados y los que tenía en curso. Al fin, cerró los tarros de las pinturas, limpió los pinceles y se fue a pasear.
Aquella noche estaba invitada a una fiesta. Los asistentes parecían haber aprendido de memoria la dichosa crítica y todos alababan el talento que reflejaban sus dibujos y la grata impresión que causaban ya a la primera ojeada. Pero, aguzando el oído, del murmullo de fondo y de boca de los que estaban de espaldas, la joven oía: «Le falta profundidad. Eso. Mala no es, pero no tiene profundidad.»
Durante toda la semana, la joven no dibujó. Estuvo encerrada en su casa, sin hablar con nadie. No tenía en la cabeza más que un solo pensamiento, que apresaba y engullía todos los demás, cual pulpo de la profundidad marina: «¿Por qué no tengo profundidad?»
A la semana siguiente, la joven trató de dibujar, pero no pasó de unos apuntes torpes. A veces, no conseguía trazar ni una línea. Un día, la mano le temblaba de tal manera que no acertaba a meter el pincel en el tarro. Entonces se echó a llorar y exclamó: «¡Es verdad, sí, me falta profundidad!»
A la tercera semana, se dedicó a mirar libros de arte, a estudiar la obra de otros dibujantes y a visitar galerías y museos. Leía tratados de arte y hasta entró en una librería y pidió al librero el libro más profundo que tuviera. El hombre le dio un tomo de un tal Wittgenstein, del que ella no sacó nada en limpio.
Con motivo de una exposición que se celebraba en el Museo Municipal bajo el lema «Quinientos años de dibujo europeo», la joven se inscribió en un seminario dirigido por su mentor en arte. Mientras contemplaban una lámina de Leonardo da Vinci, de pronto, ella se adelantó y preguntó: «Disculpe, ¿podría decirme si este dibujo tiene profundidad?» Él, con una amplia sonrisa, respondió: «Señorita, si quiere tomarme el pelo, tiene usted que ser más lista.» Toda la clase se rió, pero ella lloró amargamente al llegar a su casa.
La joven estaba cada vez más rara. Casi no salía de su estudio y, sin embargo, no era capaz de trabajar. Tomaba píldoras para no dormir, y no sabía para qué permanecer despierta. Cuando la vencía el cansancio, se dormía en la silla: no quería ir a la cama, por miedo a la profundidad del sueño. Empezó a beber. Dejaba la luz encendida toda la noche. Ya no dibujaba. Cuando un marchante de Berlín la llamó por teléfono para pedirle láminas, ella le gritó: «¡Déjeme en paz! ¡No tengo profundidad!» A veces, moldeaba plastilina, pero no hacía figuras concretas; sólo hundía los dedos en la masa o, a lo sumo, hacía bolitas. Empezó a descuidar el aseo personal y la limpieza de la casa.
Sus amigos estaban preocupados. Decían: «Esto es grave, es una crisis. Puede ser personal, artística o económica. En el primer caso, nada puede hacerse; en el segundo, tiene que superarla por sí misma; en el tercero, podríamos organizar una colecta, pero sería violento para ella.» De modo que se limitaban a invitarla a comer o a reuniones. Ella siempre rehusaba, diciendo que tenía que trabajar. Pero no trabajaba, y se quedaba en su cuarto, con la mirada extraviada, amasando plastilina.
Un día, aburrida de sí misma, aceptó una invitación. Un joven la encontró atractiva y quería acompañarla a su casa y acostarse con ella. Ella le dijo que no tenía inconveniente, porque el chico le gustaba, pero que debía prevenirle de que carecía de profundidad. Al oír esto, el joven desistió.
La muchacha, que tan bellos dibujos había hecho, se hundía. No salía a la calle ni recibía a sus amistades. De no moverse, engordó y, del alcohol y las píldoras, envejeció prematuramente. En su casa anidaba la mugre y su persona olía a rancio.
Heredó treinta mil marcos, de los que vivió tres años. Durante este tiempo hizo un viaje a Nápoles, no se sabe con qué motivo. Si alguien le preguntaba, recibía por respuesta un balbuceo incomprensible.
Cuando se acabó el dinero, ella rompió todos sus dibujos, subió a la torre de la televisión y saltó desde una altura de 139 metros. Aquel día soplaba un viento muy fuerte, por lo que su cuerpo no se estrelló en el asfalto al pie de la torre sino que fue transportado por encima de un campo de avena hasta el bosque y cayó entre los abetos. De todos modos, murió en el acto.
La prensa sensacionalista acogió el caso con agradecimiento. El suicidio en sí, la interesante carrera, el hecho de que la artista hubiera sido considerada una joven promesa, bonita por añadidura, eran factores de gran valor periodístico. El estado de la casa era tan catastrófico que dio tema para pintorescas fotografías: miles de botellas vacías por todas partes, destrucción, láminas desgarradas, trozos de plastilina pegados a las paredes, ¡y hasta excrementos en los rincones! Las redacciones se arriesgaron a sacar incluso un segundo editorial y un reportaje en tercera página.
En la sección de Cultura, el crítico mencionado al principio escribió un artículo en el que se lamentaba del triste final de la joven. «Una y otra vez —escribía—, es para nosotros, los que quedamos, causa de honda aflicción ver cómo una persona joven y con talento no encuentra la fuerza necesaria para afianzarse en la escena cultural. Porque para ello hace falta algo más que el patrocinio del Estado y el mecenazgo privado; lo esencial es, en el ámbito personal, la dedicación absoluta y, en el entorno artístico, una actitud estimulante y receptiva. Pero se diría que en esta personalidad ya desde el principio apuntaba el germen de este trágico final. Porque, ¿acaso no se observa ya en sus primeros trabajos, pese a su aparente ingenuidad, ese desgarro estremecedor que se traduce en una esforzada disciplina cromática con la que expresa su mensaje? ¿No se adivina ya la espiral centrípeta y lacerante de una rebelión de la criatura contra su propio yo, visceral y manifiestamente destructivo? ¿No se percibe esa fatídica y hasta diría inexorable atracción de la profundidad?»